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Iván Márquez puede ser, fácilmente, una de las personas que más conejo le han puesto a la paz. No han sido una ni dos las oportunidades que el Estado le ha ofrecido y, siempre, sin excepción, les ha quedado mal a los colombianos. En 1986 dejó las armas y fue elegido representante a la Cámara, pero duró poco en su puesto. Traicionando la buena fe de quienes le permitieron reincorporarse a la vida civil, tomó camino de nuevo al monte para seguir haciendo daño. A comienzos de los noventa se opuso a que las FARC hicieran parte de la Asamblea Constituyente, saboteando nuevamente el anhelo de una salida negociada al conflicto. Esa «paz» no le servía y entonces insistió con sus compañeros en seguir poniendo bombas, matando soldados y policías, secuestrando, extorsionando y burlándose de la sociedad y, sobre todo, de sus víctimas.
Durante el proceso de paz, que inició el expresidente Andrés Pastrana, hizo parte del sainete del Caguán. Todavía resuena su voz leyendo la ley 003 de las FARC, según la cual se reservaban el derecho de secuestrar a los funcionarios que incurrieran en actos de corrupción. El desvergonzado volvió a faltonear el deseo de paz de millones.
Su máxima demostración de descaro vino en el año 2012 cuando presidió nada menos que la delegación de las FARC en la negociación con el gobierno de Juan Manuel Santos. Condujo las conversaciones, firmó cada punto que se fue acordando, tuvo acceso a una curul en el Senado y, cuando le llegó la hora de comparecer a la JEP que él mismo ayudó a engendrar, salió huyendo cobardemente hacia Venezuela, desde donde dicen que todavía dirige la Segunda Marquetalia, que no es más que un grupo dedicado al narcotráfico, sin ninguna motivación política, aunque algunos quieran hacernos ver, con enorme cinismo, lo contrario.
Si no existen límites, si no hay líneas bien trazadas y autoridad que las imponga, siempre habrá un incentivo para la guerra y la criminalidad.
Se salvó de morir en las emboscadas que les tendieron a sus compañeros el Paisa y Jesús Santrich. Se salvó de caer en el atentado que le hicieron y le dejó lesiones severas en algunas de las extremidades y un daño en la cabeza que, según algunas fuentes, es irreversible. Se ha salvado de los carteles mexicanos que lo requieren porque a ellos también les ha quedado mal, y ahora sus socios buscan que lo que queda de él y sus tropas encuentren –¡una vez más!– la indulgencia de un Estado que los llama a la “paz total”.
Una cosa es que las víctimas decidan perdonar una vez, incluso dos. Una cosa es que la justicia ceda y se dé participación política a quienes dejan las armas y las cambian por votos, con el compromiso de nunca más volver al camino de la guerra. Pero otra, muy otra cosa, es que esos espacios se ofrezcan ilimitadamente y se envíe el mensaje equivocado de que no importa cuántas veces se quebrante la ley, siempre habrá un camino al ‘acogimiento’, una renuncia al imperio de la ley, una claudicación del Estado de derecho, una salida directa hacia la impunidad.
La «paz total» no puede ser eso, entre otras razones porque si no existen límites, si no hay líneas bien trazadas y autoridad que las imponga, siempre habrá un incentivo para la guerra y la criminalidad. Por supuesto que los jóvenes combatientes, que no encontraron otra alternativa que alistarse en esos ejércitos del mal, tienen derecho a una segunda oportunidad. ¿Pero cuántas veces hay que perdonar a bandidos profesionales como Iván Márquez? ¿Cuántas oportunidades hay que darle para que nos siga defraudando? ¿Cuántos muertos más hay que dejarle acumular? Las siete vidas de Márquez son, en realidad, siete disparos contra la paz, siete oportunidades perdidas, siete maneras de burlarse de un país. ¿Y todavía quieren más?
Artículo publicado en el diario El Tiempo de Bogotá
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