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“Vamos a reírnos para asustar a los fantasmas”.
Mi vecino Totoro (1988)
Hace unos días me encontré con un gatito recién nacido cuyo ex “humano” lo echó a la calle porque su gata (la madre del gatito) se volvió “realmente molesta” después de dar a luz.
Las personas que lo rescataron, seguramente con las mejores intenciones del mundo, le dieron de comer unas semillas de gorgojo adulto, que estuvo dos días vomitando enteras.
Es extremadamente pequeño y débil. Empezó a tomar “fórmula de gato”, algo que ni siquiera sabía que existía. Lo desparasité. Le conseguí las mejores mantas, aunque definitivamente prefiere el calor humano.
El veterinario dijo que era “macho” y calculó un mes y unos días.
Lo llamamos “Totoro”, por el gato de “Mi vecino Totoro (1988)”, una de las películas más bellas de Studio Ghibli, y esperamos de todo corazón que sobreviva.
Nunca he tenido un gato, salvo gatos comunitarios, bastante adultos, que vienen a casa de vez en cuando, pero nunca se quedan más de dos noches.
Por eso, antes de traerlo a mi pequeño apartamento, pensé en mil cosas, la más normal de ellas: “diablos, ¿y si tira mis muebles? ¿O, si no hay dinero para todo?”, pasando de la más tonta: “seguramente ella querrá más a mi novio que a mí” a la más ansiosa: “Si se enferma, se muere joven o dentro de 15 años o antes que yo… ¿qué diablos voy a hacer con ese dolor?”.
Pero su evidente fragilidad me devolvió a lo importante (que sobrevive), al presente, al hecho de que si tiene solución, se resolverá, y si no, se transformará.
Verlo en casa me recordó que mi psicóloga nos recomendó (mi pareja y yo) adoptar una mascota para trabajar nuestro miedo irracional a “no poder cuidar de… un niño”. En ese momento, me pareció el peor consejo del mundo. Lo subestimé.
Insistió en que una mascota te da un profundo respeto por la vida en general, el compañerismo y el contacto físico, pero también una gran responsabilidad, una oportunidad de cambiar tu visión del mundo. “Pero, Dios, es un animal, no un ser humano”, le dije.
Sin embargo, estamos despiertos durante días y casi destruidos a favor de Totoro. Descubriendo, en la práctica, más y mejor, las diferentes facetas del otro: quién es más paciente, nervioso, cariñoso, responsable de una cosa o de otra, etc.
Pero también nos ayudó a conocer a mucha gente con un amor supremo por los animales y toda disposición a ayudar.
Desde los consejos que nos dieron en el Nevado Mission Day en La Candelaria, hasta la anciana que se echó a llorar al recordar cómo su mascota la ayudó a superar la muerte de su esposo, la pareja que cuida mucho a sus gatos para tratar de olvidar cuánto extrañan a sus hijos migrantes, la señora que nos dio su número “para cualquier emergencia”.
De una forma u otra, las mascotas pueden ser un palo para reconectar con el mundo, para encontrar emociones olvidadas.
Además, en un estudio realizado por Wood et al (2005) encontraron que los dueños de mascotas “rara vez” o “nunca” se sienten solos, les resulta más fácil hacer nuevos amigos y tienen un mayor número de personas a quienes acudir en caso de una emergencia o crisis personal.
Cuando lo leí, pensé en ese vecino cuyo nombre no sé pero al que saludo casi todas las noches cuando lo encuentro paseando a su mascota. No soy el unico. Muchos lo conocen como el “maestro de cachorros” y de una forma u otra, lo apreciamos por ser eso.
De todos modos, espero que Totoro crezca sano y feliz. Quien toma y, aunque no es su deber, nos ayuda a seguir cultivando la confianza en nosotros mismos. En general, tiene suficiente (especialmente cuando intenta saltar).
Cuéntame tu historia, escríbela como quieras, juntos le damos forma y la compartimos. Difundir las diferentes formas de amor, siempre es necesario: [email protected]
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